Todo el mundo debería tener una tía Luisa.

      – ¡Ya he llegado! Anunciaba limpiándose las alpargatas en el felpudo con cara de gato.

      – ¡Mira qué ramo de flores tan bonito he cogido! Todo de seguido, sin parar, mientras cruzaba el largo pasillo hasta la fregadera, acomodaba las flores en agua fresca y bebía sin respirar hasta acabar un vaso de los grandes.

      – Hoy hace mucho calor, chica. Secándose la comisura con la punta de la bata.

Así, día tras día, durante todos los veranos que compartimos. Me costó bastante, tonta de mí, darme cuenta del regalo que la vida me ofrecía envuelto en papel de estraza.

Algo característico en ella era darle a lo sencillo un noséqué de extraordinario. A sus ojos, lo normal se convertía en maravilloso. Ella salía de paseo y a la vuelta su sonrisa lo inundaba todo mientras sus manos agrietadas de tanto trajín sujetaban, quizás demasiado fuerte, el ramo cogido por los campos de dios.

      – Voy a buscar un jarrón, aunque da lo mismo un bote cualquiera… total, ya sé que no vale nada… Igual ni os gusta…

Entraba dando saltitos, se le amontonaban las palabras en la lengua, agitaba al aire el montoncito de flores silvestres mostrando, a quien quisiera mirar, lo maravilloso que le había quedado ese día. Y era feliz.

      – ¿A ti te gusta? Sus ojitos siempre se achicaban un poco con esta pregunta, como si temiera sinceridad.

El del día anterior era igual o parecido al del día siguiente, pero ella todas las tardes tras la siesta, todas, se iba de paseo y volvía con uno que mostraba con una satisfacción renovada, virgen, impoluta.

Eso era lo increíble que sabía hacer mi tía Luisa, creer en lo maravilloso de lo simple.

Y eso era, la simpleza, lo único que nosotros éramos capaces de ver. Y esa nunca fue bienvenida en nuestra casa.

Siempre era verano, así que el ramo mágico lo componían unas pocas y resecas flores amarillas, otras pocas delicadas amapolas y por último, siempre tenían un lugar preferente algunas recias espigas de trigo.

Y nunca, por supuesto, se olvidaba del “relleno”, pajas y hierbajos diversos que daban al conjunto un aspecto de ramo pobre, de ramo seco, de ramo que una niña va recolectando sin ton ni son, con lo primero que ve o en cómo quedará a los ojos de los demás…

      – El relleno es importante, le da otra cosa al ramo, lo hace más completo… Si no, queda muy soso. ¿A qué sí?

Y yo le decía que sí, que era el ramo más bonito que había visto nunca, que cada día encontraba flores más bonitas –¡Vaya suerte, tía!- y que lo pusiera en el jarrón más bonito que teníamos porque les iba a encantar a todos.

      – ¿De verdad? ¿No les parecerá una porquería? ¿No pensarán que soy muy simple?

      – No tía, ¡qué va! Es precioso. Mañana iré contigo, yo también quiero hacer ramos como tú.

Y sonreía. Algunos días, cuando ya le parecía que eran demasiados seguidos y que podría cansarnos, los llevaba a la tumba de sus padres o a casa de otras sobrinas ya casadas…

      – Yo ni para casar serví. Ni las monjas me quisieron. Y es que, no valgo para nada, no sé hacer nada. Ni poner la lavadora ni nada.

Eso era cuando, tras la alegría inicial al llegar a casa y mostrar su composición, le invadía la amarga duda de su valía. La duda de si sus ramos eran bonitos y servían para alegrar el salón, o simplemente la veíamos como ella se veía en infinidad de ocasiones.

Entonces, su semblante cambiaba.

      – Hoy no me ha salido muy bonito, no había apenas flores

Nosotros sabíamos que eso a ella le daba igual, porque para ella pasear y coger flores era como estar un ratito con Dios, libre de todas nuestras miradas compasivas o limitantes. Y también sabíamos que, en ese momento, ella rozaba su realidad porque su semblante se oscurecía sin remedio.

Puedo imaginar la tristeza que te invadía tía, puedo sentir esa telaraña de la consciencia dañando tu hermosa alma infantil. Recuerdo cómo, cuando eso pasaba, volvías a tu ramo disponiéndolo con calma, en silencio, sin añadir nada más.

Y así, otra tarde más, el maravilloso ramo de flores de los caminos presidía nuestro salón.